Cuando me casé con mi marido, Nathan tenía seis años. Su madre se había ido dos años antes. Mi marido estaba sumido en el duelo, trabajando en dos empleos, apenas capaz de mantenerse en pie. Así que intervine porque aquel niño necesitaba a alguien que estuviera. Estuve para las rodillas raspadas, las tareas olvidadas en la escuela, las fiebres nocturnas y los corazones rotos del instituto.

No intenté forzar un vínculo ni busqué un apego inmediato. Seis meses después, cuando Richard me propuso matrimonio, también quise pedir permiso a Nathan.

«¿Puedo casarme con papá y vivir con ustedes?» le pregunté un día mientras preparábamos juntos cookies con chispas de chocolate.

Me miró pensativo mientras lamía la crema de la cuchara. «¿Seguirás haciendo cookies conmigo si te conviertes en mi madrastra?»

«Cada sábado,» prometí. Y cumplí, incluso cuando, ya adolescente, me dijo que las cookies eran para niños.

Cuando Richard y yo nos casamos, la madre biológica de Nathan llevaba dos años ausente. Sin llamadas ni tarjetas de cumpleaños. Solo un vacío que un niño de seis años no podía entender.

No intenté llenar ese vacío, sino que me abrí camino en su vida.

Estuve presente en su primer día de escuela primaria, sosteniendo su lonchera de Star Wars mientras parecía asustado.
Lo acompañé en su Olimpiada de Ciencias donde construyó un puente de palitos capaz de soportar más peso que los demás.
También estuve ahí en su decepcionante baile de secundaria cuando su enamorada bailó con otro chico.

Richard y yo no tuvimos hijos propios. Lo conversamos, pero nunca fue el momento. Nathan llenaba nuestro hogar con suficiente amor y vitalidad para dos familias.

Pronto encontramos nuestro ritmo, creando tradiciones y bromas internas que nos unieron como una verdadera familia.

«No eres mi mamá de verdad,» me dijo una vez a los 13 años cuando lo castigué por faltar a clase. Esas palabras fueron hirientes y lo lograron.

«Lo sé,» respondí, conteniendo las lágrimas. «Pero estoy aquí de verdad.»

Golpeó la puerta, pero a la mañana siguiente encontré una nota de disculpa bajo mi puerta, escrita con torpeza.

Después de eso, nunca volvimos a hablar del asunto, pero algo cambió. Reconocimos lo que significábamos uno para el otro: una conexión no de sangre, sino de un compromiso diario sin necesidad de explicaciones.