


Roberto, en cambio, era un hombre destrozado por la lógica. Acostumbrado a controlar imperios financieros, se vio completamente derrotado por la biología de su hijo. Confió ciegamente en su esposa Lorena, y en los especialistas que ella trajo, creyendo que la tecnología era el único camino a la verdad. miró a su hijo y vio un misterio médico, una mente destrozada por el trauma de perder a su madre biológica. Esta creencia lo cegó ante la realidad física que tenía ante sí.
impidió cualquier contacto físico sin guantes, siguiendo absurdos protocolos de hipersensibilidad, creando un aislamiento táctil que dejó a Leo solo en su isla de dolor, sin abrazos, sin afecto, solo con agujas y monitores. Pero esa noche, mientras los médicos discutían nuevas dosis en el pasillo, María vio algo que se les escapó a todos los demás. En un momento de semiconsciencia, antes de que el sedante lo dejara inconsciente de nuevo, Leo se llevó la mano temblorosa a un punto muy específico en la coronilla.

No fue un gesto aleatorio de dolor generalizado, fue un movimiento preciso, quirúrgico. Tocó allí y se estremeció un violento espasmo recorriéndole la columna. Sus ojos, por un instante se encontraron con los de María y en ellos ella no vio locura. Vio un grito silencioso de auxilio, un grito atrapado en la garganta de alguien que sabe exactamente dónde le duele, pero a quien le han prohibido decirlo. El misterio se agudizó cuando María notó un detalle inquietante en la rutina doméstica.
El niño nunca salía sin un gorro grueso de lana, ni siquiera en el calor sofocante de la Ciudad de México, con el pretexto de proteger sus nervios sensibles. Su madrastra Lorena era la única quien se le permitía chajustarle el gorro o bañarlo, siempre a puerta cerrada. María sintió un escalofrío. No era preocupación, era disimulo. Mientras Roberto lloraba en el pasillo, convencido de que su hijo estaba loco, María supo que la verdad se escondía bajo esa tela y que el verdadero peligro no residía en la mente del niño, sino en las manos de quien lo vestía.
La antagonista en esa casa no era la enfermedad, sino la mujer que se presentaba como la cura. Lorena, la nueva y glamurosa esposa de Roberto, desfilaba por la mansión de Pedregal con la elegancia de una modelo y la frialdad de una carcelera. Para la sociedad mexicana era la madrastra desinteresada que sacrificaba su juventud para cuidar a un hijastro con problemas mentales. Pero en la intimidad de la habitación del chico, su máscara se desvaneció. miró a Leo no con compasión, sino con un odio calculado.
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