No era un disfraz, era mi verdadera identidad, la que había forjado lejos de sus juicios y expectativas. Al mirarme de nuevo en el espejo, ya no vi a la niña herida. Vi a la capitana de Corbeta, Sofía Gaviria. El peso de la chaqueta sobre mis hombros era familiar y reconfortante. No era solo el peso de la tela, sino el de la responsabilidad, el del honor, el de la confianza que otros habían depositado en mí.
Pensé en mi equipo, en los hombres y mujeres que me miraban esperando órdenes claras y un liderazgo firme en momentos de crisis. Ellos no sabían quién era mi padre ni cuánto dinero tenía mi familia. No les importaba. Me respetaban por mi capacidad, por mi integridad, por ser la persona que estaba a su lado en las buenas y en las malas. Ese respeto era real, tangible, ganado a pulso.
Era un tesoro que el dinero de mi padre jamás podría comprar y que sus palabras hirientes no podían devaluar. En ese instante, la necesidad de su aprobación se evaporó por completo. Caminé de regreso a la finca y esta vez mi andar era diferente. Ya no me encorvaba para pasar desapercibida.
Mis hombros estaban rectos, mi barbilla en alto, mis pasos firmes y medidos. El uniforme imponía una disciplina que se manifestaba en cada movimiento. Los mismos invitados que antes me habían mirado con desprecio, ahora se giraban con una expresión de desconcierto. Sus ojos se fijaban en las medallas de mi pecho, en las insignias de mi rango. Ya no veían a la pariente pobre y fracasada.
