Estaba lo suficientemente cerca como para haber escuchado cada palabra. Sus ojos, llenos de una tristeza pasiva, se encontraron con los míos. Por un instante creí que se acercaría, que diría algo, cualquier cosa. En lugar de eso, desvió la mirada hacia el suelo, se acomodó el collar de perlas que colgaba de su cuello y se alejó discretamente para hablar con una de sus amigas. Su silencio fue un grito.
Fue la confirmación final de que estaba completamente sola. En esa familia el amor era condicional y yo, con mis decisiones de vida que ellos no entendían ni aprobaban, nunca había cumplido las condiciones. En ese momento, algo dentro de mí se rompió y se reacomodó de una forma nueva y dura.
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La humillación ardía, pero debajo de ella, una extraña calma comenzó a extenderse. Era la calma de quien ya no tiene nada que perder. Podría haberme ido, haber corrido a mi auto y haberme alejado de allí para siempre. Pero una voz fría y decidida en mi interior me dijo que no. No iba a darles la satisfacción de verme huir destrozada.
