En el asiento trasero, cubierta por una funda de lona, estaba la respuesta. Era mi uniforme de gala. Tocar esa funda fue como tocar un ancla en medio de una tormenta. Era mi verdad, mi historia, mi valor. Un recuerdo viívido me asaltó, tan claro como si estuviera sucediendo de nuevo.
Tenía 19 años y estaba en el despacho de mi padre en nuestra casa de Coral Gables. Le acababa de anunciar mi decisión de alistarme en la marina. Su rostro, normalmente impasible, se contrajo en una mueca de desdén. ¿Estás loca?”, me gritó, su voz retumbando contra las paredes forradas de Caoba. Eso es para gente sin futuro, para los que no tienen opciones, eres una giria.
No vas a arrastrar nuestro nombre por el lodo para jugar a ser soldadito. No trató de entenderme. Para él, mira un llamado al servicio, sino un acto de rebeldía deliberado, una bofetada a todo lo que él representaba. Ese día me desheredó emocionalmente, mucho antes de hacerlo con palabras en la boda de mi hermano.
