“Hace tres días que solo tomo agua y como galletas. El estómago duele, pero no quiero ser carga para mi hijo.”
Otra más.
“Hoy cumplo 70 años. Nadie se acordó. Encontré un pedazo de pastel en la basura y lo comí. Estaba rico.”
El cuaderno se le resbaló de las manos. Se llevó los dedos a la cara y por primera vez en mucho tiempo Mauricio, el empresario fuerte y seguro, lloró como un niño. Su madre comiendo pastel del basurero el día de su cumpleaños mientras él cerraba un gran negocio en otra ciudad.
Esa misma noche, Neusa, la antigua empleada de la casa, apareció en la puerta con los ojos enrojecidos. Contó que había sido despedida por darle un pan con mantequilla a Maria cuando la vio famélica. Narró cómo la encontró un día hurgando en la basura del patio, buscando pedazos de carne tirados después de una fiesta que Viviane había organizado con sus amigas. Y cómo intentó llamar a Mauricio tres veces… sin conseguir que la llamada saliera. Su número también estaba bloqueado.
Era demasiado. El celular vibró. Era Viviane.
—¿Dónde estás? —preguntó ella, con voz dulce—. Llegué a casa y no estás.
—Estoy con mi madre —respondió él, frío—. Y acabo de ver cosas que jamás imaginé.
Hubo un silencio tenso.
—Mauricio, ella exagera todo, ya sabes cómo es… —empezó ella.
—Quiero que estés en casa en veinte minutos —la cortó él—. Y no me hagas repetir.
Colgó. Maria, asustada, intentó detenerlo:
—Hijo, por favor, no destruyas tu matrimonio por mi culpa.
Mauricio se arrodilló frente a ella y le tomó las manos, frías y marcadas de años de trabajo.
—Mãe, escúchame bien. No existe matrimonio, negocio ni sueño que valga más que usted. Si tengo que elegir, la elijo a usted siempre.
Cuando llegaron a la casa, Mauricio la ayudó a sentarse en el sofá. Fue a su cuarto y encontró el armario casi vacío, la cama sin sábanas limpias, una caja de zapatos con fotos antiguas escondida bajo el colchón. Una de ellas lo mostraba sentado en el regazo de la madre, los dos riendo cubiertos de harina mientras hacían pastel. Guardó la foto en el bolsillo, como si necesitara un recordatorio del amor que él mismo había descuidado.
Viviane entró poco después, arreglada, con ropa cara y bolso de marca. Paró en seco al ver la sala llena: Maria, Neusa, Mariana, Lúcia. Intentó sonreír.
—Amor, ¿qué está pasando aquí?
—Calla —dijo Mauricio, tan frío que hasta ella se estremeció—. Hoy vas a escuchar.
La confrontación fue inevitable. Él le preguntó por el dinero de la madre. Ella habló de “administración responsable”, dijo que Maria “no sabía manejar cuentas”, que había “dieta”, que todo era “drama de una anciana”. Mauricio le tiró el diario a los pies y la obligó a leer en voz alta la parte del pastel del basurero. La máscara se le resquebrajó. Cuando Maria, de pie, contó cómo la había tratado como un estorbo, como un insecto, la sala entera se llenó de una mezcla de indignación y compasión. Mauricio decidió en voz alta:
—Vas a subir, recoger tus cosas y salir de nuestra casa. Mañana mi abogado te llamará.
Viviane quiso amenazar, juró que él se arrepentiría, pero ya no tenía poder. Salió dando un portazo. Con ese mismo golpe, algo dentro de Mauricio también se cerró: la ilusão de que aquella mujer había sido alguna vez su compañera.
