Mi hijo y su esposa habían vivido en mi casa durante ocho años. Cuando nació el bebé, mi nuera empujó a mi esposa a un lado y gritó: “¡No lo toques, estás impura!» Mi corazón se hundió. Llamé a mi hijo y le dije tres palabras que los dejaron sin palabras.

Las flores que llevaba se habían esparcido por el suelo de madera, y el agua se extendía en una mancha oscura.

Everly estaba de pie sobre ella, nuestro nieto en brazos, con el rostro torcido de desdén.

“¡No lo toques!” gritó a Martha, que ni siquiera había alcanzado al bebé.

“Estás sucia. Mira este desastre. ¿Crees que permitiré que tus manos sucias se acerquen a mi hijo?”

Mi esposa de setenta y tres años, la mujer que crió a Samuel con más amor del que un niño jamás mereció, estaba en nuestro suelo y la llamaban sucia en su propia casa.
El silencio que siguió fue ensordecedor.

Los ojos de Martha se llenaron de lágrimas, no por dolor físico, sino por la humillación aplastante.

La vi intentar recoger las flores esparcidas con manos temblorosas, su dignidad arrebatada poco a poco.

Atrapé un destello en la expresión de Everly: satisfacción.

Ella disfrutaba de esto.

“¡Samuel!” grité, con la voz cortando la tensión.

Mi hijo apareció en el umbral, incómodo, pero no tan sorprendido como debería haber estado.

Entonces me di cuenta de que había visto esto durante meses, quizás años, y no había hecho nada.

“Papá, Everly solo está protegiendo al bebé”, comenzó, con la voz débil.

“Samuel,” lo interrumpí, “necesito hablar contigo. Ahora.”

“En realidad, Steven,” dijo Everly, levantando el mentón con desafío, “Samuel y yo estábamos discutiendo cómo tal vez sería mejor que Martha se quedara en su habitación cuando el bebé está en las áreas comunes. Por razones higiénicas. Lo entiendes, ¿verdad?”