Mi padre me echó de casa cuando tenía 17 años; casi 20 años después, mi hijo volvió a su casa con un mensaje que nunca olvidará.

En ese momento, comprendí algo profundo: el rechazo no nos había roto. Nos había fortalecido. No solo habíamos sobrevivido; nos habíamos reconstruido. El amor, la fe y el perdón habían transformado nuestro dolor en una razón de ser, demostrando que, a veces, las familias más fuertes son las que se forjan con una segunda oportunidad.