año fue encarcelado por herir a alguien mientras estaba ebrio. Desde entonces, todos lo repudiaron.
“La mala sangre no se quita”, decían.
Miraban a mi tío con desconfianza… y esa mirada también nos alcanzó a nosotros.
Diez años después, mi tío recuperó la libertad.
—Aléjense de él —advirtieron los familiares—. No queremos compartir su vergüenza.
Pero mi madre, una mujer acostumbrada al sufrimiento, respondió:
—Sigue siendo hermano de tu padre. Es nuestra sangre, pase lo que pase.
Vi a mi tío frente al portón —delgado, con una mochila rota al hombro.
Mi madre sonrió y abrió la puerta:
—Entra, hermano. En esta casa siempre habrá un lugar para ti.
Desde entonces, mi tío vivió en la vieja habitación de papá. Cada mañana salía a trabajar; por la tarde arreglaba la cerca, barría el patio y cuidaba las plantas del jardín.
Una vez lo vi sembrando algo y le pregunté qué era. Él sonrió y dijo:
—Lo que planto aquí… alimentará a los buenos corazones.
