Meses después, mi tío enfermó. Cáncer terminal, dijo el médico.
En su último momento en el hospital, tomó la mano de mi madre y murmuró débilmente:
—Hermana… qué pena no ver a Tin (yo) casarse. Pero me voy feliz. Sé que ahora entiende lo que es vivir bien.
Mi tío murió una tarde tranquila.
El velorio fue sencillo: sin flores, sin lujos, solo unos pocos vecinos asistieron.
Después del entierro, me quedé en medio del jardín que él había sembrado.
El viento rozó las hojas y juraría haber oído su voz:
—No odies al mundo. Vive bien, y la vida será buena contigo.
Un año después, el huerto de mi tío se convirtió en una gran plantación.
De allí obtenemos nuestro sustento hasta hoy.
Pero para mí, la herencia más valiosa no fue la tierra, sino la lección de confianza y bondad.
Si aquel día mi madre hubiera hecho como los demás y le hubiera dado la espalda, tal vez nunca habríamos tenido una nueva oportunidad.
Y sin mi tío, probablemente seguiríamos en la miseria.
Por eso, cuando alguien me pregunta quién es el héroe de mi vida, solo tengo una respuesta:
“Mi tío, el hombre que todos rechazaron, pero que nos amó con un corazón puro.”
