NIÑA A LA QUE TRATARON COMO BURRO DE CARGA… PERO LA VIDA LA RECOMPENSÓ Y LA HIZO LA MÁS RICA DEL

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La madre miraba a su hija a dormir con el cabello enredado y las manos marcadas por el trabajo, y pensó que en su pequeña había una fuerza que el mundo todavía no conocía. Afuera, el viento soplaba entre los árboles y el canto lejano de un gallo anunciaba la llegada del amanecer.

Isabelita soñó que corría entre flores, que no había cántaros ni burlas, solo risas y luz, pero al despertar, el peso del cántaro la esperaba en la puerta. Aún así, antes de salir, volvió a arrodillarse y rezó. Dijo que si algún día su carga se hacía más liviana, prometía no olvidar a quienes todavía caminaban doblados por el peso. No lo sabía entonces, pero aquella promesa cambiaría su destino para siempre.

El sol de la tarde caía como un hierro candente sobre los tejados de Teja y las paredes de adobe, cuando Isabelita, con las rodillas raspadas y el cabello pegado a la frente por el sudor, se atrevió a llamar a la puerta alta y oscura de la cazona de don Gaspar, y antes de que el mayordomo apareciera con su gesto de fastidio, ya sentía como el corazón le golpeaba el pecho como un pájaro asustado, queriendo salir de una jaula, porque sabía que acercarse a aquel umbral era como caminar sobre un puente de tablas podridas donde cualquier paso en falso se pagaba con la risa cruel de los poderosos. Aún así,

apretó el trozo de tela donde guardaba su crucifijo de madera como si fuera un pequeño tesoro. Se irguió un poco más a pesar de su estatura de niña y cuando el mayordomo preguntó con voz torcida que estaba buscando, ella respondió diciendo que venía a pedir trabajo, que podía barrer el patio, llevar agua, traer leña, moler maíz, cualquier cosa que diera unas monedas para su madre y sus hermanitos. Y entonces el hombre soltó una risa breve y seca que sonó a puerta que se cierra y dijo que esperara porque

el patrón decidiría si valía la pena perder el tiempo con una cría que apenas levantaba el cántaro y se fue dejando un olor a tabaco que a Isabelita le supo a advertencia cuando por fin la puerta interior se abrió y apareció don Gaspar con su chaleco bordado, su bastón de madera oscura y esa mirada de quien se cree dueño del aire, la niña sintió que el mundo se le encogía, pero no retrocedió y contó que su madre estaba enferma de cansancio, que en casa faltaba pan, que ella podía trabajar mucho aunque fuera pequeña. Y fue

entonces cuando él sonrió con una comisura dura y dijo que la escuchaba porque le divertía la valentía, pero que volviera cuando fuera mosa, que una casa como la suya no se sostenía con bracitos de barro y remató afirmando que una burrita de carga se forma con años y que por ahora no era más que una cabrita asustada.

Y mientras hablaba, golpeaba el suelo con el bastón como marcando el ritmo de la humillación, y el mayordomo detrás, asentía con esos ojos de sirviente que disfrutan el espectáculo del amo. Y aunque las palabras cayeron como piedras en el estómago de Isabelita, ella dijo que si no había trabajo adentro, quizá podría hacer recados afuera, que podía llevar agua del pozo grande al lavadero o al jardín de las señoras.

Y don Gaspar, como quien lanza una migaja a un perro hambriento para verlo correr, respondió diciendo que sí tenía tanta fuerza, la probaría donde los hombres verdaderos se quiebran. Y ordenó con un gesto que al día siguiente, a la salida del sol, la niña subiera a la sierra hasta el manantial que nacía entre piedras y espinos y bajara con cántaros medianos.

y añadió con esa voz de hierro que no quería excusas, que si en verdad deseaba ganar monedas, que las sudara con la frente, porque en su hacienda no se pagaba la compasión, sino el trabajo. Y cuando se dio media vuelta, dejó en el aire un olor a cuero y a poder mal usado que a Isabelita le raspó la garganta, pero ella dijo en su interior que aceptaba, que no se iba a quebrar y salió de la casona con la espalda erguida, aunque por dentro las piernas le temblaran.

Al alba del día siguiente, cuando el gallo apenas abría la garganta y el cielo tenía ese color de ceniza que precede a la luz, Isabelita ya estaba en el camino de piedra con dos cántaros de barro medianos que el mayordomo le había entregado sin mirarla. Y cada paso hacia la sierra era un diálogo mudo entre su voluntad y el cansancio que se le colaba por los huesos, y el sendero subía como una serpiente terrosa enredándose entre matorrales que arañaban la piel.

Y ella recordaba que su madre había dicho la noche anterior con voz apagada que aquello era demasiado para una niña. Pero Isabelita respondió diciendo que podía, que Dios le daría fuerza, que cada gota de agua valdría un mendrugo de pan. Y cuando al fin oyó el hilo de plata del manantial y sintió la frescura en la cara, se arrodilló con torpeza, llenó el primer cántaro y luego el segundo, y por un instante creyó que el mundo podía ser bueno, porque la corriente le acariciaba los dedos como si el río supiera su nombre. Pero el

unoricint descenso fue otra historia, porque el barro humedecido por el rocío hacía resbalar las sandalias y el peso de los cántaros le doblaba la espalda en una curva dolorosa, y la brisa, que antes parecía caricia se volvió cuchillo contra el sudor, y cuando la vereda se estrechó entre dos rocas, lanzó una mirada al valle, vio las tejas de Santa Lucía como escamas quietas y dijo para sí que no iba a soltar los cántaros, aunque el mundo se inclinara.

Y así, paso a paso, llegó por fin a la hacienda con las rodillas sucias y las manos en carne viva. Y el mayordomo tomó los cántaros con desdén y dijo que el patrón esperaba cinco al día, porque dos eran cosa de criatura mimada, y le dejó en la palma tres monedas que sonaron a burla más que apaga.

Y ella respondió diciendo que volvería, que traería más y se marchó sin mirar atrás para que no vieran el brillo acuoso en sus ojos. A mediodía, con la cabeza aturdida por el calor y el estómago vacío de haber compartido con Catalina, la última tortilla volvió a subir a la sierra con pasos más cortos, y el camino parecía haberse alargado, y las piedras crecían como dientes, y cuando llegó a la corriente, el sol caía a plomo sobre el agua y hacía brillar el cauce como si fuera un espejo que le devolvía una imagen que dolía, la de una niña de 5 años con un cántaro a cada lado,