En la mansión de estilo brutalista de Pedregal, el silencio de la madrugada fue violentamente quebrado por un grito que no parecía humano. Era el pequeño Leo, de 7 años, retorciéndose en su cama de sábanas de seda, aferrándose a las sábanas con fuerza desesperada. A su lado, el millonario Roberto se sostenía la cabeza entre las manos con el rostro bañado en lágrimas de impotencia, mientras un equipo de neurólogos de élite analizaba por enésima vez las imágenes de resonancia magnética en Mimbos y en Buset.
Tabletas iluminadas. No hay nada físico, señor. El cerebro está intacto, repetían los médicos con una frialdad clínica que contrastaba marcadamente con la agonía del niño. Para la ciencia era un grave trastorno psicosomático. Para el padre la lenta tortura de ver a su único hijo consumido por un dolor invisible e inexplicable. Observando desde la puerta, inmóvil como una sombra, estaba María, la nueva niñera contratada exclusivamente para la limpieza y la vigilancia nocturna. Era una mujer de origen indígena, cuyas manos callosas contaban historias de duro trabajo en el campo y cuya sabiduría no provenía de universidades, sino de un linaje de curanderos que entendían el lenguaje del cuerpo.
En aquella habitación estéril que olía alcohol y desesperación, se sentía como una extraña, pero sus ojos oscuros captaban lo que las máquinas de un millón de kilos ignoraban. vio el sudor frío en la frente del niño, la palidez mortal y, sobre todo, la rigidez de sus músculos, que gritaba que aquello no era una pesadilla mental, sino una tortura física real y presente. La motivación de María para estar allí trascendía el salario. Provenía de una comunidad donde el tacto y la observación se valoraban más que los fríos diagnósticos impresos en papel.
Ver el sufrimiento de Leo despertó algo en su instinto maternal y ancestral. No podía aceptar la pasividad de los médicos, que solo aumentaban las dosis de sedantes. Sintió, con una certeza que le heló la sangre, que el dolor del niño tenía un lugar, un origen, un punto geográfico en ese cuerpo pequeño y frágil. La estricta prohibición de tocar la cabeza del niño impuesta con rigor militar por la madrastra no le parecía una medida de protección médica. sino una barrera para ocultar un oscuro secreto.
