Había vivido para ella, mi madre, durante seis años. Seis largas temporadas durante las cuales la casa ya no era solo un techo: se había convertido en un santuario de cuidados, amor y vigilia nocturna. Yo era quien lavaba sus lágrimas, la alimentaba, velaba por su respiración cuando el dolor la dejaba entrecortada. ¿Y mi hermano, Artiem? Aparecía a veces, como un visitante de otro mundo, por un momento, un beso en la mano o un ramo de flores, antes de desaparecer de nuevo en el silencio.
Entonces se fue.
No tuve tiempo de intentar llorar. Apenas había estado en su ataúd cuando Artiem me llamó para una “reunión familiar”. ¿Una reunión? No fue eso en absoluto. Fue una aclaración, tan fría como el papel que deja sobre la mesa…
Leer más en la página siguiente
