El coronel Tertuliano volcó la mesa. Su rugido resonó en la hacienda: “¡BENEDITA!”
La arrastraron al patio y la arrojaron a sus pies. Él tenía un látigo en la mano.
“¿Escondiste a mi hijo?”, rugió.
Benedita, de rodillas, levantó el rostro y no bajó los ojos. “Escondí. Sí, señor. La señora me mandó matarlo. No tuve valor. Preferí criarlo en el monte con hambre y frío, a dejarlo morir”.
La sinceridad desarmó a Tertuliano. Soltó el látigo. “¿Dónde está?”
“En la chavola vieja”, respondió ella.
“¡Traigan al niño aquí ahora!”, gritó el coronel a sus capangas.
Trajeron a Bernardo al patio al atardecer. El niño estaba descalzo, sucio y asustado. Vio a Benedita herida e intentó correr hacia ella, pero lo sujetaron. “¡Madre Benedita!”, gritó.
Tertuliano se acercó y observó al niño. Vio sus propios rasgos, el formato de los ojos, el mentón cuadrado. Era su hijo. Su sangre. La prueba viviente del secreto de su esposa.
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