“Tenemos que hablar”, dijo.

Mi marido y mis suegros exigieron una prueba de ADN para nuestro hijo. Dije que estaba bien, pero lo que pedí a cambio lo cambió todo.
En ese momento, supe lo que venía.
“Mamá y papá creen… que sería mejor hacer una prueba de ADN. Para aclarar las cosas”.
“¿Para aclarar las cosas?”, repetí con la voz ronca por la incredulidad. “¿Crees que te engañé?”
Mark se removió incómodo. “Claro que no, Emma. Pero están preocupados. Y yo… solo quiero dejar esto atrás. Por todos”.
Sentí que se me encogía el corazón. Por todos. No por mí. No por Ethan. Por la tranquilidad de sus padres.
“De acuerdo”, dije tras un largo silencio, apretando los labios para no sollozar. “¿Quieres pruebas? Las tendrás. Pero quiero algo a cambio”.
Mark frunció el ceño. “¿Qué quieres decir?”
“Si acepto esto, esta ofensa, entonces aceptas dejarme manejar las cosas a mi manera cuando sepa el resultado”, dije con voz temblorosa pero firme. “Y aceptas, ahora mismo, delante de tus padres, que aislarás a cualquiera que aún dude de mí cuando esto termine”.
Mark dudó. Pude ver a su madre detrás de él, tensa, con los brazos cruzados y la mirada fría.
“¿Y si no lo hace?”, preguntó.
Lo miré fijamente, la suave respiración de nuestro bebé me calentaba el pecho. “Entonces pueden irse. Pueden irse todos. Y no vuelvan”.
El silencio era denso. Patricia abrió la boca para protestar, pero Mark la silenció con la mirada. Sabía que no bromeaba. Sabía que nunca lo engañé, que Ethan era su hijo, su viva imagen si tan solo se hubiera molestado en ver más allá del veneno de su madre.
“De acuerdo”, dijo Mark finalmente, pasándose la mano por el pelo. “Haremos la prueba. Y si sale como dices, se acabó. Se acabaron los chismes. Se acabaron las acusaciones”.
Patricia parecía haberse tragado un limón. “Esto es ridículo”, siseó. “Si no tienes nada que