Tomemos, por ejemplo, la inusual sensación de piel de gallina. No es algo casual. Cuando nuestros ancestros mamíferos se enfrentaban a temperaturas gélidas, tenían una estrategia bien conocida para afrontar la situación. La piel de gallina actuaba como un método para aumentar la superficie y retener el calor. Cuando tenemos frío, un músculo asociado con los pelos de nuestros brazos se contrae, forzando a que estos se ericen y dejen protuberancias en la piel.
Esta respuesta fisiológica no tiene ninguna utilidad en nuestro estilo de vida actual. Aparte de indicarnos que deberíamos llevar un abrigo, los mamíferos modernos siguen mostrando esta tendencia inherente. Por ejemplo, ante el frío. Quizás hayas visto a una paloma inflarse en un frío día de invierno, estirando sus plumas para entrar en calor. Si eso no es evidencia de evolución, ¿qué lo es?
Además, cuando un animal se siente amenazado, como cuando asustas a un gato, su pelaje se eriza. Este mecanismo de defensa es una antigua adaptación diseñada para engañar a posibles atacantes creando la ilusión de un mayor tamaño.
Sin embargo, hay una característica que demuestra inequívocamente signos de evolución.
Una evidencia evolutiva particularmente asombrosa se encuentra en nuestros brazos, en particular en nuestros tendones. Un tendón se ha eliminado evolutivamente en más del 10-15% de la población humana, lo que indica que aún estamos lejos del final de la evolución.
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