Realizó nuevas pruebas neurológicas esa tarde. El EEG mostró cambios débiles pero innegables: aumento de la actividad cortical. Un patrón de respuesta que no había existido antes.
Aun así, eso no explicaba los embarazos.
Hasta que llegaron los informes del laboratorio.
El laboratorio de ADN del hospital había procesado una solicitud confidencial que Mercer había enviado semanas antes: pruebas de paternidad para los niños no nacidos. Los resultados aterrizaron en su escritorio como una pistola cargada.
Los cinco fetos compartían el mismo padre biológico.
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Y no era ninguno de los esposos o parejas de las mujeres.
Era Michael Reeves.
Cuando Mercer vio el informe, su primer instinto fue la negación. Volvió a analizar las muestras, y luego otra vez, en dos laboratorios independientes. Los resultados no cambiaron. Michael Reeves, un hombre en estado vegetativo persistente, era el padre biológico de cinco niños no nacidos.
La historia salió a la luz en cuestión de días. Un empleado del hospital la filtró a un periodista local, y pronto “El Milagro de la Habitación 312B” estaba en todas partes: titulares en todas las cadenas principales. Algunos lo llamaron intervención divina. Otros gritaban sobre escándalo, consentimiento y negligencia criminal.
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Pero Mercer no creía en milagros. Creía en los datos.
Ordenó una investigación interna completa, rastreando cada medicamento, cada turno, cada persona que había entrado en esa habitación. Semanas de noches sin dormir después, la verdad comenzó a salir a la superficie: no mística, sino perturbadoramente humana.
Un ex enfermero, Daniel Cross, que se había trasladado a otro hospital un año antes, fue traído para ser interrogado después de que aparecieran discrepancias en sus registros de acceso. Se habían encontrado sus huellas dactilares en varios viales de material biológico preservado, incluido el de Michael.
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